Por qué fijar precios máximos es un error
No volvamos a cometer errores del pasado (y del presente).
La lógica engaña a menudo al ser humano. La rama más racionalista del pensamiento epistemológico se ha infiltrado en muchos de los campos de estudio, especialmente de la economía. La crisis inflacionaria que se ha sufrido en los países europeos en los últimos años ha sido una oportunidad para los movimientos políticos populistas, que la han aprovechado de nuevo, no para mejorar la situación, sino para proponer políticas erróneas. Una de ellas ha sido la fijación de un precio máximo a los productos alimenticios para que los precios no suban por encima del nivel fijado por el Estado. No obstante, esta propuesta sería contraproducente, tal y como nos demuestra tanto la historia como la teoría económica.
Para empezar, la inflación –subida generalizada de precios– es una disfunción entre demanda y oferta, donde se puede haber reducido la oferta de bienes en una economía, o aumentado el gasto agregado dentro de la misma. Una herramienta praxeológica clave para entender el problema la ecuación cuantitativa del dinero (MV=PQ), donde M es la masa monetaria en circulación; V la inversa de la demanda de dinero (1/k); P el nivel general de precios y Q la cantidad de bienes ofertados en una economía. El caso del shock de oferta correspondería a una reducción de Q (disminución de oferta), y el del shock de demanda sería un aumento de M (aumento de la demanda agregada). Ceteris paribus, ambas variables acaban teniendo un efecto sobre P, contribuyendo a la subida de precios.
El efecto más común que ha tenido la fijación de precios máximos ha sido la escasez –Thomas Sowell lo recopila fehacientemente en su capítulo de Price controls en su Basic Economics–, debido a que hay menos ofertantes dispuesto a vender a ese precio y más demandantes dispuestos a comprar. Incluso si se demostrara que la inflación ha sido el efecto de prácticas oligopolistas destinadas a incrementar el margen de beneficio (la llamada greedflation), la reacción acabaría siendo la misma: los ofertantes y los demandantes reaccionarían ante estas nuevas condiciones de intercambio en direcciones opuestas, provocando escasez o acabando con el incentivo a la competencia de incrementar la producción de un determinado producto. La intervención del Estado modifica inexorablemente la acción humana, y esta no es la excepción.
Dado que la inflación es, como se ha dicho, un fenómeno económico que pone de manifiesto los desequilibrios agregados entre oferta y demanda, optar por una política que casi siempre ha generado escasez es una opción absurda. La raíz del problema no es la subida de los precios, sino estos desequilibrios agregados que la provocan, los cuales serían exacerbados con la fijación de precios máximos. En definitiva, se pretende resolver un exceso de demanda sobre tramos de oferta muy inelásticos aumentando la inelasticidad de la propia oferta.
Asimismo, en la medida en que los vendedores ya no pueden ofertar su producto por encima del precio fijado, lo más probable es que se acabe generando una economía sumergida, con todos los costes adicionales que ello conlleva. En vez de suprimir la coacción institucionalizada sobre las transacciones interpersonales, los apologistas de los controles de precios eligen poner en práctica la intervención triangular, siendo conscientes de la inminente emergencia de un mercado ajeno a la legalidad, en el puedan interactuar libremente las valoraciones subjetivas de los agentes implicados en la transacción.
La fijación de precios no es más que una ficción que las facciones políticas utilizan para cosechar logros de los que presumir ante su electorado, por mucho que haya acabado agravando el problema. La viabilidad y los perjuicios a largo plazo que esta fijación de precios no les preocupará a estos políticos que, dentro del juego democrático, se guían bajo el cortoplacismo y la demagogia. Estos, en su soberbia, creen saber mejor que los millones de empresarios actuando en su esfera particular de conocimiento qué producir, cómo producir y para quién producir. El ideario popular debe impedir que permee toda esta retórica populista a favor de los controles de precios, las consecuencias de los cuales esta no asumirá. Como en la mayoría de los casos, somos el pueblo los que, depositando ingenuamente nuestra confianza en propuestas políticas que no analizamos críticamente, acabamos asumiendo los perjuicios de estas.