¿Es la desigualdad económica necesariamente un problema?
O por qué la igualdad económica sí que lo es
La igualdad es un concepto que ha inundado los discursos políticos a lo largo de la historia. Dada las evidentes connotaciones positivas de la palabra, esto no es de extrañar. Pocas personas se encontrarán que defiendan que la igualdad no es una condición necesaria para una sociedad próspera. El primer error se comete aquí: en no especificar el tipo de igualdad que se debe conseguir, pues no todos los tipos de igualdad son compatibles entre sí. La desigualdad socioeconómica, por ejemplo, no es compatible con una igualdad total ante la ley. Esto es porque habrá personas que verán socavado su derecho de propiedad debido a que esta sea mayor que la de otros individuos de la comunidad. Puede que esta desigualdad ante la ley sea positiva en aras de conseguir una mayor igualdad económica, pero es innegable que ambos tipos de igualdad son contradictorios entre sí.
Ahora bien, ¿es negativo que exista una desigualdad económica dentro de una determinada comunidad? No tiene por qué. Evidentemente, puede haber personas que, por privilegios que concede el Estado —aranceles, socialización de pérdidas, barreras de entrada legislativa hacia competidores, etc.— obtengan rentas económicas a costa de los contribuyentes, consumidores u otros grupos perjudicados por estos privilegios. En este caso, la desigualdad sería ilegítima porque las rentas económicas se han obtenido fruto de la agresión institucionalizada a la propiedad privada, la cual ha de ser adquirida pacíficamente. En caso contrario, el individuo no devenga derecho de propiedad sobre bienes que no se han obtenido en estas circunstancias –o no debería.
No toda desigualdad económica, empero, es ilegítima. Mientras que pueda haber oligarquías empresariales y políticas en posesión de estos privilegios –los cuales han de ser eliminados–, esto no implica que toda desigualdad sea fruto de estos privilegios y, por tanto, que hayamos de eliminarla por completo. Llevarlo a cabo implicaría socavar el derecho de propiedad de trabajadores y empresarios que generan valor día a día y que obtienen una remuneración económica como consecuencia.
En una comunidad existen miles de individuos con millones de elementos que generan diferencias económicas constantemente –productividad, patrones de consumo, endeudamiento, jornada laboral, propiedades, etc.–, por lo que para alcanzar la igualdad se tendrían que igualar todas estas variables de manera constante. Incluso si alcanzáramos la igualdad total en un determinado momento, A podría gastarlo al momento, mientras que B podría decidir ahorrarlo, generando una desigualdad que no es injusta, ya que ambos han decidido voluntariamente lo que hacer con su propiedad.
Así mismo, ¿consideraríamos moral homogeneizar estos elementos que generan desigualdad? La cooperación pacífica en una sociedad se fundamenta sobre el respeto al prójimo, incluyendo el porcentaje de su renta que desea ahorrar, el salario que acuerda adquirir, etc. En una sociedad igualitarista, toda esta diversidad se suprimiría para conseguir la igualdad y mantenerla intertemporalmente.
Con todo, no se debe interpretar de la tesis de este artículo que toda redistribución de la renta es intolerable —este sería el tema de otro—, sino que el igualitarismo como aspiración máxima de una sociedad próspera es una imposibilidad que, además, es indeseable e inmoral. La desigualdad —sin privilegios estatales— es resultado natural de la cooperación humana. No ha de preocuparnos tanto la desigualdad –cuyo grado ha de ser monitorizado al poder denotar la existencia de privilegios en una comunidad–, sino la pobreza. Una sociedad puede ser lo más igualitaria posible, pero si los individuos no pueden satisfacer sus necesidades más básicas, la situación es igualmente preocupante. De la misma manera, puede haber sociedades más desigualitarias en las que los individuos más pobres relativamente tengan acceso a servicios básicos, a ocio, a tiempo libre, etc. En definitiva, no es la reducción de la desigualdad el eje sobre el que debería orbitar la política económica, sino la creación de riqueza en todos los eslabones sociales, incluso si puede resultar en disparidades.